José Pilar Quezada Valdès -sentado a la izquierda- y Agustín Caloca Cortés -Sentado a la derecha- alumnos en el Seminario de Guadalajaraa
... "en la Iglesia conviven asnos, mulos y machos cabríos, algunos tan salvajes que se sienten deseos de matarlos, pero no es posible porque 'el Amo quiere recibirlos todos en buen estado'."
El Cura de Torcy a su colega de Ambricourt, en: "Diario de un Cura Rural", de Bernanos.

jueves, 15 de noviembre de 2007

LA CRISTIADA: ¡VIVA CRISTO REY!

LA CRISTIADA.
Pbro. Lic. Juan Carlos Flores Rivas.

Recibe el nombre de Cristiada, la gran rebelión armada popular vivida en México nuclearmente de 1926 a 1929, y después continuada hasta 1935, provocada por la persecución religiosa realizada por el grupo de revolucionarios lidereados por el jefe máximo Plutarco Elías Calles. Los campesinos católicos que se levantaron en armas para defender sus derechos religiosos frente a un gobierno que impidió la libre realización de los cultos católicos, fueron llamados cristeros o cristoreyes por la tropa del Ejército Mexicano, por la forma heroica en la recibían la muerte, gritando siempre “Viva Cristo Rey”, que a demás de lema, era una síntesis de los principios religiosos que defendían. La muerte entendida a la sombra de la cruz de Cristo, como la buena muerte tan anhelada por las viejas cofradías.
Cuando el Estado vive la modernización universal y razona en términos de centralismo y aculturación, cuando busca su camino mexicano entre los modelos socialistas, fascista y democrático, pretende imponer un consenso entendido como relectura de la nacionalidad, que chocará de frente con los principios religiosos de las muchedumbres rurales y urbanas de México, que lo verán como una tiranía (comparada con la de Antíoco o Herodes, o como el Anticristo, el propio demonio cuyo reino se manifiesta por el caos sin ley, los tormentos y la masacre). Dentro de este proyecto, el Estado buscará la subordinación de la Iglesia Católica, y ésta defendiéndose, chocará con el Estado desde 1810, sin violencia por lo general, pero lo bastante como para mantener a los pueblos en alerta. El estado moderno caerá en la tentación de querer moldear los espíritus y por ello resulta sumamente ambiguo. Para entrar en la modernización pretenderá derrivar la religiosidad del pueblo escudándose en razones marxistas que ven la religiosidad como “resistencia irracional” o “sobrevivencias patológicas”, como “enfermedad infantil”. Resultó el último error del Estado socialista mexicano, su último acceso de violencia ciega, que llevará al pueblo mexicano a interpretar la revolución cultural callista y cardenista bajo el aspecto terrorífico del Anticristo.
El pueblo y sus dirigentes viven procesos diferentes, por los distintos intereses de clases, y cuando la clase gobernante implementa medidas torpes e impopulares, provoca un resurgimiento de la lucha armada que se va a presentar como una sorprendente coalición multiclasista rural y urbana.
El gobierno pretendió imponer una reforma agrarista que va a ser rechazada por las clases rurales en general, con una participación social que no respeta las barreras de edad y del sexo. Mujeres, niños, ancianos, van a participar inusitadamente en una política de resistencia frente a un gobierno que se mostrará incapaz de aceptar la mentalidad de sus súbditos, a los cuales sólo clasificará, en boca de Calles como: “ratas de sacristía y viejitos que ya no se pueden fajar los pantalones”.
El historiador Jean Meyer, es en México, el científico social que más ha profundizado en ésta época de la historia mexicana; nos dice: “Difícilmente se encontraría, salvo en 1810, un momento como éste en la historia mexicana, un momento tan nacional: grupos que se definen por no participar en una historia que no es la suya, que se hace en su contra (los rurales en general, las comunidades indígenas en particular), grupos que sólo se movilizan por motivos estrictamente locales participan en un movimiento que lleva, como la presa cuando se rompe, todas las aguas mezcladas, la Cristiada...Tal unanimidad revela la seriedad de una crisis que mueve a todos los segmentos de la sociedad rural y urbana”.(Jean Meyer: La Cristiada. Tomo IV. Grandeza Mexicana. pags.16-19, Ed. Clíe, México).
El movimiento armado se extendió principalmente en los Altos de Jalisco, en el Bajío, en Michoacán, Colima, Nayarit, Durango, Zacatecas, Aguascalientes, Guerrero, Morelos, los volcanes y hasta el lejano Oaxaca.
Los conflictos entre la Iglesia y el Estado son antiguos, pero en México se condensan a partir del triunfo de la Revolución Carrancista, que inspirada en principios protestantes, liberales y masones, plasmarán en la Constitución de 1917 una serie de medidas que agreden a la Iglesia Católica. Sin embargo Carranza y Obregón supieron encontrar el camino de la convivencia y dejaron sin reglamentaciones los artículos conflictivos. No faltaron incidentes y recriminaciones mutuas, pero la reconciliación fue una práctica cotidiana, lo que permitió el renacimiento del sindicalismo cristiano y el auge de movimientos como la Acción Católica de la Juventud Mexicana (ACJM). Pero en 1925 un complot político y militar capitaneado por Huerta, con muchas ramificaciones estuvo a punto de desembocar en un golpe militar. Calles creyó ver en estos intentos usurpatorios un origen cristiano.
La crisis cunde en todos los campos, se conjugan el conflicto con los Estados Unidos, la reelección de Obregón, el antagonismo entre la central obrera oficial (CROM) y otras organizaciones obreras (comunistas por un lado y católicos por otro). Calles provocará la ira del capital internacional al intentar aplicar control nacionalista a la industria petrolera; y provocará la ira del gobierno estadounidense al apoyar a los liberales en Nicaragua.
En medio de todo este pantano, el ambicioso Morones líder de la poderosa CROM, complicará el conflicto Iglesia Estado al fundar en 1925 una Iglesia cismática para debilitar a la Iglesia Católica; a demás de intentar destruir tanto los sindicatos católicos como los sindicatos de izquierda.
El Presidente Calles reaccionó en forma desmedida y dejó las riendas a los radicales de su bando, dando lugar a los extremistas del bando católico. La tentativa cismática de Morones fracasó, pero provocó una reacción defensiva: la creación de la Liga Nacional de Defensa de las Libertades Religiosas (LNDLR), que movilizó a casi todos los católicos en una lucha pacífica y cívica, hasta que estalló el conflicto armado en 1926. El Estado sistemáticamente cerró escuelas católicas y conventos, expulsó sacerdotes extranjeros y pretendió limitar el número de sacerdotes en los estados.
En los estados se va del “arreglo entre caballeros” (Veracurz, Coahuila, Guerrero, Puebla, Oaxaca, Chihuahua, Campeche, Guanajuato, Zacatecas), a la persecución descarada (Tabasco, Jalisco, Colima); entre esos extremos, tras un enfrentamiento violento, se encuentra un modus vivendi (Michoacán, San Luis Potosí). Tantos conflictos y soluciones desorientan y dividen a gobernadores y a obispos mientras el gobierno, que no logran respetar su ley, y desata una fiebre en todo el país.
Subestimando la fuerza de la juventud católica liguera, desdeñando las reacciones de las masas y sin tomar en serio la posibilidad de una lucha armada, Calles firma el 14 de junio el decreto -publicado el 2 de julio- que provoca la ruptura: la llamada Ley Calles, que entraría en vigor el 31 de julio.
El 24 el Comité Episcopal, decidió la suspensión de los cultos en las iglesias abiertas. Calles inculpó a Mons. Mora y del Río y a Mons. Díaz, y arresta a los dirigentes de la Liga. Los católicos inician un boicot económico. El 31 de julio de 1926, a las doce de la noche, después de la celebración del último oficio, las luces de los templos se apagaron, el Santísimo Sacramento fue retirado de todas las iglesias de la república. Al día siguiente el gobierno mandó sellar todas las iglesias después de hacer un inventario de todo lo que contienen. La gente se amotinó en muchos lugares, y comenzaron a levantarse espontáneamente movimientos armados por todas partes.
En septiembre el Congreso recibió una petición de reformar la Constitución, firmada por dos millones de católicos, pero fue rechazada. En abril de 1927 son expulsados los obispos de México, algunos, escondidos se quedarán en México durante todos los años de la guerra. Para esta época el número de cristeros rodea los 35 mil.
Para 1927, el movimiento cristero va a alcanzar una eficacia inusitada, cuando entra en escena un personaje que va a aportar la disciplina militar al movimiento: Enrique Gorostieta, nombrado General en Jefe del Ejército Cristero. Nacido en Monterrey, Cadete del Colegio Militar, artillero de talento, compañero de Huerta y Felipe Angeles. Era liberal, jacobino y masón, pero el heroísmo de los cristeros le transformó admirablemente, y él les permitió a los cristeros transformarse en guerra de guerrillas que los hará muy eficaces. Es un hecho que nunca alcanzaron la capacidad de derrumbar el gobierno, pero también es cierto que el gobierno estaba destinado fatídicamente a no ganarles nunca a los cristeros.
El 17 de julio de 1928, cae asesinado Obregón, presidente electo, en manos del jóven León Toral, militante católico, en una situación muy confusa. Este parece ser el momento más álgido de la guerra.
Tres veces intentó el general Obregón -el verano de 1926, en marzo, en julio y agosto de1927- lograr un acuerdo para aparecer, a la hora de la campaña presidencial, como pacificador.
Calles, finalmente, manifestó su genio político y la imposibilidad de parte del gobierno de controlar la guerra, al entregar el poder a un presidente interino, Emilio Portes Gil. No culpó a la Iglesia de la muerte de Obregón y dejó a Portes Gil la tarea de lograr, junto con los buenos oficios del embajador norteamericano Morrow, la paz. Los contactos que los cristeros tendieron con el candidato de oposición José Vasconcelos, obligó al gobierno a negociar el fin de la guerra con los obispos Ruiz y Flores, nombrado delegado apostólico por Roma, y Pascual Díaz. Las negociaciones se firmaron finalmente del 12 al 21 de junio de 1929 en la ciudad de México. Y los obispos pidieron a los cristeros que depusieran las armas.
Les costaría tiempo y trabajo a los obispos imponer la paz a muchos católicos, sobre todo entre 1932 y 1938, cuando Cárdenas incumplió los “arreglos” y dio la razón a muchos de que todo había sido un vil engaño. Algunos campesinos fueron asesinados al momento de entregar las armas. Lo que provocó un nuevo levantamiento que fue llamado la Segunda Cristiada. El Papa condenó, en 1932, la violación de los acuerdos de 1929, con la encíclica Acerba Animi y lamentó la triste situación de los católicos mexicanos. Sin embargo mantuvo la prohibición de la lucha armada.
El Vaticano canonizó a veinticinco mártires caídos en esta época –entre los cuales nuestros guerrerenses David Uribe y Margarito Flores-, quienes murieron no como combatientes. Pero la Iglesia reconoce memoria de muchos otros, numerosos oscuros testigos caídos en secreto y sabe lo valioso que sería tomar también en cuenta las aciones humildes, cotidianas, que proclaman su fidelidad a veces peligrosamente: practicar el culto clandestinamente, proteger a algún sacerdote, guardar el Santísimo Sacramento, conservar imágenes religiosas y reliquias, usar insignias prohibidas, gritar “Viva Cristo Rey”, interceder ante las autoridades para evitar una ejecución, reclamar el cuerpo de la víctima, velarlo, enterrarlo.
La memoria del pueblo fiel de México quiso patentizar su fidelidad a la Iglesia católica y la memoria de los caídos con un monumento votivo Nacional dedicado a Cristo Rey, en el corazón geográfico de la República, dicho monumento de 20 mts. de altura esculpido en bronce, se encuentra en el Cerro del -Cubilete, en Silao. Guanajuato.
La Cristiada significó el último y más violento capítulo de la historia del conflicto entre la Iglesia y el Estado en México. Las dimensiones mismas de la tragedia convencieron al Estado y a la Iglesia de poner fin a un enfrentamiento que iba en contra de los fines perseguidos por ambas instituciones.
Durante muchos años hubo una conspiración del silencio para no tocar el tema de la Cristiada: A más de setenta años de distancia, cuando el conflicto entre la Iglesia católica y el Estado ha desaparecido hasta de los textos constitucionales, la historia puede sanar la memoria del pueblo mexicano. La Cristiada costó por lo menos doscientos mil muertos verdaderamente inútiles. Los cristeros perdonaron, pero no olvidaron, se han convertido en conciencia cívica, patrimonio común de la historia de México y de la humanidad. La Cristiada no fue una lucha entre la Revolución y la Contrarrevolución, sino la reacción legitima de un pueblo agredido por un presidencialismo torpe y miope. Los hombres famosos del gobierno no valoraron la paz, porque no vieron que iban a perderla. El pueblo tuvo que llevar el combate al servicio de la libertad de conciencia, la de creer y orar, libertad que incluye las demás libertades. ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!

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