EL VENERABLE FRAY JUAN BAUTISTA MOYA Y VALENZUELA, AGUSTINO.
APÓSTOL DE TIERRA CALIENTE.
Pbro. Lic. Juan Carlos Flores Rivas.
Pbro. Lic. Juan Carlos Flores Rivas.
Juan Bautista Moya y Valenzuela, nació en Jaén, España, el 24 de Junio de 1504 y muere en Valladolid (hoy Morelia), Virreinato de Nueva España (actual Michoacán, México), el 20 de diciembre de 1567, a los pies de la Virgen del Socorro. Fue un fraile y misionero agustino español, reconocido por su labor evangelizadora en la región de la Tierra Caliente (concepto que no coincide, pues era más amplio en el siglo, con el concepto actual de Tierra Caliente). Es conocido por sus méritos milagrosos y religiosos como el “Apóstol de Tierra Caliente”. Estudió en el Convento agustino de Salamanca, donde realizó su noviciado de 1522 a 1523 profesando en la Navidad de éste último año y toma el nombre religioso de Juan Bautista. Obtuvo grados de filosofía y teología así como cátedras por oposición.Ungido Sacerdote en 1528.
Misionero a América en 1536, en un segundo grupo conformado por doce misioneros agustinos hacía la Nueva España, encabezados por Fray Francisco de la Cruz.
Bautista Moya es enviado hacia el sur de la Nueva España y se establece en la región que cubre las poblaciones de Chilapa y Tlapa (en el actual estado de Guerrero) que formaban parte de la Provincia de Puebla, aprendiendo el idioma Náhuatl. Recibe el nombramiento de Prior del Convento de agustinos de la Ciudad de México, cargo que deja en muy poco tiempo para trasladarse a la región de Tierra Caliente, en la provincia de Michoacán. Evangeliza en Guayangareo (después Valladolid, hoy Morelia), Tiripetío y Tacámbaro, Tuzantla, Huetamo, Turipécuaro (hoy San Lucas) y Pungarabato (hoy Ciudad Altamirano) en donde se establece para formar su centro de operaciones. Recorrió la Huacana, Atoyac, Tecpan, Petatlán, Zacatula y Coahuayutla. Recorrido este último, saliendo de Tacámbaro, que lo llevó hasta la costa de Zacatula (que abarca la actual Costa Grande del Estado de Guerrero) que, según Americana Thebaida, el Apóstol de Tierra Caliente realizó en dos años de 1538 a 1540.
Su piedad y su celo eran tan grandes, que todavía hoy se le recuerda con veneración, y ha sido abierta su causa de canonización por la Diócesis de Ciudad Altamirano, quien no obstante que el calor sofocante de muchos lugares era más que suficiente para agotarlo, daba a los pobres el escaso sustento que para él disponía por el goce que le causaba hacer una obra de caridad.
Entre sus actividades fue la inculcarles la fe a los pobladores de la región haciendo a un lado las prácticas de idolatría. Establecer a pobladores dispersos en lugares más adecuados para vivir. A su vez, levantó edificios que serían templos e iglesias y construcciones que albergarían a hospitales y escuelas. Permaneció en Pungarabato hasta 1567, año en que enferma y es trasladado a Valladolid (hoy Morelia) donde muere el día 20 de diciembre. Sus restos descansan en el Convento de la Orden de los Agustinos en la ciudad de Morelia, Michoacán.
Milagros: se le atribuyen a Bautista Moya una serie de actos milagrosos mientras éste se encaminaba en su labor evangelizadora. En Tacámbaro, al plantar un báculo de una rama seca asentó sus raíces, floreció y fructificó en en tan sólo unos minutos. En Pungarabato (hoy Ciudad Altamirano) enterró su báculo dentro del atrio de la iglesia, donde más tarde se construiría en ese mismo sitio la Cruz de Mayo, prometiendo que nunca se inundaría la población, dado al riesgo que representan las crecientes de los ríos Balsas y Cutzamala en tiempo de lluvias. En Coyuca de Catalán, mientras se celebraba una misa, Bautista Moya dejó su báculo junto a la entrada del templo e hizo enraizar una gran Parota, la cual fructificó y permaneció junto al templo por mucho tiempo. En esa misma población, cruzaría las crecidas aguas del río Balsas sobre un caimán hacia el otro lado donde realizaría una extremaunción.
En Zirándaro invitó a comer al encomendero y al ofrecerle unas pobres tortillas, que eran su alimento, las oprimió entre sus manos y salió sangre, y el fraile le dijo al encomendero: “Estas tortillas están hechas con sangre de indios pobres”.
Varias personas afirmaban haberlo visto en levitación, y que oficiaba misas en tres lugares distantes a la misma hora.
HORTUS EREMITARUM: UN IDEAL MISTICO.
Cuando los agustinos llegaron a la Nueva España reprodujeron en estas tierras ambas tendencias: la de carácter eremítico, representada por hombres como fray Juan Bautista Moya y fray Antonio de Roa, y la que insistía en promover los estudios, que tuvo su mayor defensor en fray Alonso de la Veracruz, uno de los fundadores de la Universidad de México y de varios colegios en la orden.
Ambas tendencias, sin embargo, resultaron afectadas por una peculiaridad del territorio novohispano: en él era muy difícil compaginar la vida contemplativa del ermitaño o del estudioso con la actividad misionera: “las mismas dificultades tuvo antiguamente nuestra religión para salir de las soledades al poblado, pareciéndoles que por el bien de otros no debían arriesgar el propio”. Por ello, en los primeros años de actividad de los misioneros agustinos terminó por imponerse la vida activa, aunque el gusto por las soledades produjo continuos brotes eremíticos entre ellos, al mismo tiempo que se volvía un tópico literario de sus cronistas hasta bien entrado el siglo XVIII.
La anacoresis individual se mencionó constantemente al hablar de los misioneros que se lanzaban a la evangelización de los indios de las sierras. Los agustinos se encargaron de misionar en territorios con una población muy dispersa, lo que les daba, según el cronista, las posibilidades de pasar solitarios largas temporadas. Así, tanto fray Antonio de Roa, evangelizador de la Sierra Alta, como fray Juan Bautista Moya, el apóstol de la tierra caliente de Michoacán, fueron considerados anacoretas por su biógrafo.
Para la Biografía de Fray Juan Bautista Moya, referencia obligada es la obra de fray Matías de Escobar, “Americana Tebaida, Vitas Patrum de los religiosos hermitaños de Nuestro Padre San Agustín de la Provincia de San Nicolás de Tolentino de Michoacán, México”.
El término hortus eremitarum, hacía referencia a un contenido casi místico (que algunos estudiosos no dudarían en calificar de “milenarismo”), a imbuía a los misioneros del momento de la primera evangelización de un impulso evangelizador casi sobrenatural, que los hacía recorrer a pie grandes distancias, y a hablar del tema del desierto eremítico, habitado por el Demonio; la práctica de ayunos y oraciones para vencerlo permitía comparar a estos misioneros itinerantes con los anacoretas de las tebaidas primitivas. El tema era ciertamente un recurso retórico, pues para realizar sus trabajos misionales los religiosos necesitaban séquitos de cargadores, de intérpretes que les facilitaran el contacto con los pueblos aborígenes y de guías que los condujeran por los mejores caminos; el fraile real, que quería vivir temporadas en soledad, debió tener poco tiempo disponible para ello y una constante compañía. En la hagiografía de las crónicas era preciso, sin embargo, mostrar las hazañas personales de sus “padres fundadores” junto con su eremitismo individual, pues ello era prueba de la continuidad del ideario agustiniano en América.
En las tebaidas americanas agustinas no parece haber contradicción entre la vida activa de la evangelización y la vida contemplativa de los solitarios. El trabajo de los frailes en América se consideraba parte de la tarea de recuperar el paraíso perdido, edén habitado por frailes y por indios, y según tal concepción los religiosos fundaron sus pueblos.
En Michoacán, recién creada la provincia de San Nicolás Tolentino, que exaltaba por un lado la vida solitaria y por el otro los requisitos de participar en actividades comunitarias: las representaciones de los yermos (espacios no institucionalizados abiertos a la naturaleza) se encuentran enmarcadas por recintos cerrados e institucionales.
Durante la Edad Media, el claustro representaba un jardín cerrado, paraíso terrenal que servía para la contemplación y la oración. El pozo de agua que se encontraba en el centro de ese espacio, así como las plantas del huerto monacal, simbolizaban la fuente de donde salían los ríos de la gracia y las virtudes que adornaban la vida de los monjes. En contraste, el desierto eremítico, relacionado con la naturaleza salvaje e indómita, estaba en el extremo contrario del jardín monacal y su naturaleza domesticada. Mientras éste recordaba el locus amoenus, el otro se vinculaba con las meditaciones virgilianas y melancólicas del bosque sagrado (sacro bosco) donde el hombre confrontaba en la soledad su pequeñez con la grandeza divina manifestada en la naturaleza. Por otro lado, mientras que en los huertos la mano ordenadora del hombre estaba siempre presente y los productos eran obtenidos por el trabajo, en el yermo el hombre obtenía su alimento de la providencia, de cuya mano dependía en absoluto.
La tipología de las tebaidas novohispanas, en la que se representan espacios abiertos, fue al parecer la más socorrida. En ella aparece generalmente un paisaje desértico con escasa vegetación que representa la vida de austeridad y abandono de los placeres de los sentidos. A menudo en ese paisaje están representados los animales emblemáticos de la vida eremítica: el león, símbolo paradigmático de la fortaleza espiritual de los ermitaños; el ciervo, cuya habilidad para cazar serpientes en sus cuevas lo asocia con quienes luchan contra el maligno.
Hortus eremitarum es una lucha contra el Demonio y lo vencen; habla de la castidad triunfante sobre la lujuria, la tentación demoniaca es vencida por las labores de los frailes eremitas: la oración, actividad fundamental de la vida del religioso; la lectura de la Biblia, cuyo estudio exhaustivo formaba parte esencial de la espiritualidad de san Agustín; el trabajo manual, principal antídoto contra la acidia y recurso para no caer en tentación; la conversación espiritual esporádica como un medio de acercarse a Dios a través del prójimo, y la flagelación como instrumento para someter el cuerpo a los dictados del espíritu.
Los ermitaños restituían a la naturaleza su armonía primigenia, representada por la convivencia con esos seres salvajes.
El tema de las tebaidas agustinas estaba enmarcado por la construcción de esa Edad Dorada que se remitía a los primeros cuarenta años de la evangelización, etapa en que los religiosos vivieron como en los tiempos apostólicos, consagrados a la predicación y el eremitismo.