ANTE
LA IMAGEN DE UN «CRISTO MUY LLAGADO»
Pbro.
Lic. Juan Carlos Flores Rivas
Cuaresma es para el cristiano una experiencia espiritual
fuerte de contemplación, y en ella las imágenes sacras ocupan un lugar
preponderante. Así Dios ha querido actuar para el pueblo fiel y sencillo.
En
la gran maestra de oración Santa Teresa de Jesús, tenemos el modelo más
acabado. Ella nos cuenta que su conversión fue precisamente en la Cuaresma: un
gran impacto le sobrevino al contemplar una imagen de Cristo muy llagado que,
al mirarla, tuvo la virtud de invertir la dirección de la mirada: «que en
mirándola (la imagen), toda me turbó de verle tal (a Cristo)», esto es, a
través de la cual Teresa se sintió mirada por Él, con todo el peso de su
redención por ella, «porque representaba bien lo que pasó por nosotros»,
expresión en la que resuena el texto paulino: «me amó y se entregó por mí» (Gal
2,20).
Lo
cuenta ella en estos términos: «Acaecióme que, entrando un día en el oratorio,
vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para
cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que,
en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó
por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas
llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con
grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una
vez para no ofenderle... Paréceme le dije entonces que no me había de levantar
de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba» (Vida 9,1.3).
La
experiencia de este nuevo impacto que sacó a Teresa totalmente de sí —«toda me
turbó de verle tal»— y en la que sintió partírsele el corazón al verse mirada
por Él, fue la transfiguración del deseo que se invierte en su dirección y se
convierte en la experiencia clave de la vida espiritual: el paso del sujeto psíquico
al sujeto pneumático, el nacimiento del hombre nuevo. Esto es lo que
tradicionalmente en el lenguaje religioso se ha llamado la conversión, momento
incoativo de un cambio radical en la relación del hombre con Dios, en la que el
sujeto, más que encontrar a Dios, se descubre encontrado por Él, y a partir de
ahí comienza a vivir de otra manera, a existir desde Él en lugar desde uno
mismo, según la conocida expresión de san Pablo: «vivo yo, pero ya no soy yo,
es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
La
conversión, la transfiguración del deseo, el hombre nuevo, es algo que sólo
acontece en el orden del amor, por la atracción del Otro, donde el sujeto que
antes buscaba su realización a partir de sus necesidades y deseos, termina por
recibir un deseo más radical que le saca de sí y le lleva a buscar su realización
en el reconocimiento y la entrega para hacerse a la medida de la voluntad del
amado. Este dejarse aprehender por el Misterio es el éxtasis. Y así fue como
reaccionó Teresa ante la imagen del amor herido que la sacó de sí, haciéndose
ex-céntrica, arrojándose «cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas»,
con el mismo gesto de María Magdalena a los pies de Jesús (Lc 7,37-38; Jn 20,
17), reconociendo su Presencia (que Dios estaba vuelto hacia ella, es el Deus
pro nobis), y con la entrega de la propia voluntad, «suplicándole me
fortaleciese ya de una vez para no ofenderle; paréceme le dije entonces que no
me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba», esto es,
con las mismas palabras de san Agustín leídas en las Confesiones: «¿Hasta
cuándo? ¿Hasta cuándo? Mañana, mañana. ¿Por qué no agora, por qué no se acabará
en esta hora el fin de mi torpedad»
A
propósito de estas palabras, parece que también Lope de Vega las hizo suyas al
final del célebre soneto: ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?, con un deseo
tan sincero como impotente de ceder a la insistencia del amante divino: «¡Y
cuántas, hermosura soberana,/ “Mañana le abriremos”, respondía,/ para lo mismo
responder mañana!».
La
transfiguración del deseo comportó además en Teresa una transfiguración de la
representación, del modo habitual en que el deseo o la voluntad del sujeto
meramente psíquico pone a trabajar la imaginación y el entendimiento al
servicio de la satisfacción de su necesidad. Dicho más claramente, originó una
nueva forma de conciencia, un cambio de percepción: el paso de la representación
a la presencia, de la representación del Jesús paciente (Vida 4,7; 9,4) a la
presencia del Jesús glorioso (Vida 10,1), de manera que en lugar de
representárselo ella, interior o exteriormente, ahora es Él quien se le hace
presente de forma absolutamente gratuita: «Acaecíame en esta representación que
hacía de ponerme cabe Cristo que he dicho, y aun algunas veces leyendo, venirme
a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía
dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en Él. Esto no era manera de
visión; creo lo llaman mística teología» (Vida 10,1) 25.
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