HOMILIA DEL EXCELENTISIMO Y REVERENDISIMO SEÑOR ARZOBISPO DE ACAPULCO MONSEÑOR CARLOS GARFIAS MERLOS PARA LA PEREGRINACIÓN ANUAL DE LA ARQUIDIOCESIS DE ACAPULCO
A LA INSIGNE Y NACIONAL
BASÍLICA DE GUADALUPE
17
de junio de 2015
HOMILÍA
Queridos hermanos
sacerdotes, religiosos (as) y consagrados, queridos hermanos laicos:
Les saludo a todos con mucho cariño y profundo
afecto en Cristo, el Señor, el Hijo del “verdaderísimo
Dios por quien se vive (Ipalnemohuani)”
(Cfr. Nican Mopohua, n. 26)
Es motivo de gran alegría y profunda
esperanza el vernos aquí congregados, en esta Insigne y Nacional Basílica de
Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de México y Latinoamérica; porque hoy nos
ha hecho peregrinar hasta este lugar santo nuestra fe en el Dios único y
verdadero, en el Dios “Creador de las
Personas (Teyocoyani)”, en el “Dueño del estar junto a todo y del abarcarlo
todo (Tloque Nahuaque)” y en el “Señor del Cielo y de la Tierra (Ilhuicahua Tlaltipaque)” (Cfr. Nican
Mopohua, n. 26), en el Dios de Jesucristo, cuya Santísima Madre es,
también, Nuestra Madre.
Cada año, hemos recorrido los caminos
del sur, hasta llegar a este valle del Anáhuac, para visitar, con un corazón
colmado de gratitud y amor, a María, la Santísima Virgen de Guadalupe. Son
muchos los sentimientos y emociones que se albergan en nuestros corazones:
alegrías, gozos, ilusiones y sueños, junto a penas, aflicciones, dolores,
sufrimientos, llantos, preocupaciones y desesperanzas. Todas las experiencias
vividas. Tantas cosas han pasado desde que, hace un año, estuvimos, en este
mismo lugar, frente a esta milagrosa imagen, hablándole a María, la Virgen
Madre, Madre de nuestras vidas, familias y comunidades.
Muchas pruebas y tribulaciones hemos
atravesado, quienes habitamos en el sur de nuestro país; sin embargo, en todas
ellas no hemos estado solos, Nuestra Madre del Cielo nos ha acompañado, consolado,
fortalecido con su intercesión y, ciertamente, nos ha escuchado. Por eso, hoy
venimos nuevamente a darle gracias y a reconocer su auxilio y protección
maternales.
La alegría que inundó a Santa Isabel y
a San Juan Bautista, quien se gestaba ya en su vientre, es la misma que nos
invade en este día. “¿Quién soy yo para
que la Madre de mi Señor venga a verme?” (Lc 1, 43), se preguntaba la madre
del Precursor. También nosotros, atónitos ante el milagro del Tepeyac, podemos
hacernos la misma pregunta. ¿De qué privilegio gozamos? ¿Qué méritos tenemos?
¿Por qué esta muestra tan especial de afecto de parte de la Virgen María,
Nuestra Señora de Guadalupe, hacia nosotros?
La respuesta, tal vez, podamos
encontrarla en las bienaventuranzas: “Dichosos
los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 4). Es verdad que no es
parte del plan divino ni de su voluntad que el hombre sufra o muera. La
rebeldía a Dios, el pecado y el mal que germina y crece en nuestros corazones
son la verdadera causa del sufrimiento y de la muerte. A pesar de ello, Dios se
ha compadecido de nosotros y nos da el consuelo. De suerte que, el consuelo se
convierte en la expresión más patente su misericordia y nos conduce a la paz.
María Santísima, fiel discípula de
Jesús, el Señor, también recorre las sendas de la misericordia y se manifiesta
a sus hermanos e hijos, para mostrarles su cariño, ternura y amor.
La Virgen de Guadalupe es, en efecto,
una manifestación del rostro de la misericordia divina. El pueblo que sufría el
derrumbamiento de su mundo y la humillación, quienes lo habían perdido todo y
se encontraban confundidos, envueltos en el dolor y la desolación, se vieron,
de pronto, visitados por la “perfecta
siempre Virgen Santa María” (Cfr.
Nican Mopohua, n. 26), comprendidos, acompañados y consolados por Ella,
quien se presentó y se manifestó, desde entonces, como verdadera madre.
Hoy también nosotros atravesamos una
situación que nos hiere, una realidad que nos confunde y nos lastima; nos
encontramos entristecidos por quienes han sido víctimas de la violencia,
sorprendidos por la fuerza del mal y del pecado, a un punto tentados a
claudicar y perder la esperanza; a pesar de ello, reconocemos la presencia
maternal de María que nos trae al Salvador y con él todo bien y el don de la
paz.
Después de los resultados de las elecciones, ante los conflictos
sociales que seguimos viviendo en Acapulco, después del huracán Carlos, y de
las situaciones de fenómenos naturales que siguen amenazándonos, retomamos la
esperanza. Queremos vernos alentados por tu presencia maternal en nuestro
peregrinar.
Recordemos al Papa Francisco que nos invita a ser “Artesanos de la Paz”;
el Papa nos dice: también en nuestro tiempo, el deseo de paz y el compromiso
por construirla contrasta con el hecho de que en el mundo existen numerosos conflictos
armados y de toda índole. Es una especie de tercera guerra mundial “combatida”
por partes; y, en el contexto de la comunicación global, se percibe un clima de
guerra.
Hay quien este clima lo quiere crear y fomentar deliberadamente, en
particular los que buscan la confrontación entre las distintas culturas y
civilizaciones, y también cuantos especulan con las guerras para vender armas.
Pero la guerra significa niños, mujeres y ancianos en campos de refugiados;
significa desplazamientos forzados; significa casas, calles, fábricas
destruidas; significa, sobretodo, vidas truncadas.
Nosotros podemos entender estas palabras del Papa en la realidad que
vivimos. Tenemos víctimas de la violencia, tenemos desapariciones forzadas,
tenemos injusticias evidentes, tenemos pobreza extrema, y podemos escuchar lo
que el Papa nos dice: Ustedes lo saben bien por haberlo experimentado, cuánto
sufrimiento, cuánta destrucción, cuánto dolor. Por eso, el Papa invita para que
el grito del pueblo sea “¡Nunca más guerra!”. Que nosotros podamos decir “¡Nunca más víctimas de la violencia, nunca
más injusticia, nunca más agresión y desconfianza entre las personas!”.
Por eso, hoy quiero recordar estas palabras del Papa que nos dice: “Bienaventurados los constructores de paz” (Mt
5,9), una llamada siempre actual que vale para todas las generaciones. La
palabra de Dios no dice “Bienaventurados los predicadores de paz”, pues todos
son capaces de proclamarla, incluso de forma hipócrita o aun engañosa. No.
El evangelio nos dice: “Bienaventurados los constructores de paz”, es
decir, los que la hacen. Hacer la paz es un trabajo artesanal: requiere pasión,
paciencia, experiencia, tesón. Bienaventurados quienes siembran paz con sus
acciones cotidianas, con actitudes y gestos de servicio, de fraternidad, de
diálogo, de misericordia… estos, sí, “serán llamados hijos de Dios”, porque
Dios siembra paz, siempre, en todas partes; en la plenitud de los tiempos ha
sembrado en el mundo a su Hijo para que tuviésemos paz. Hacer la paz es un
trabajo que se realiza cada día, paso a paso, sin cansarse jamás.
Y ¿cómo se hace, cómo se construye la paz? Nos lo ha recordado de forma
esencial el profeta Isaías: “La obra de la justicia será la paz” (32,17).
La paz es obra de la justicia. Tampoco aquí se trata de una justicia
declamada, teorizada, planificada… sino una justicia practicada, vivida. Y el
Nuevo Testamento nos enseña que el pleno cumplimiento de la justicia es amar al
prójimo como a sí mismo (Cf. Mt 22,39; Rm 13,9).
Cuando nosotros seguimos, con la gracia de Dios, este mandamiento, ¡cómo
cambian las cosas! ¡Porque cambiamos nosotros! Esa persona, ese pueblo, que
vemos como enemigo, en realidad tiene mi mismo rostro, mi mismo corazón, mi
misma alma. Tenemos el mismo Padre en el cielo. Entonces, la verdadera justicia
es hacer a esa persona, a ese pueblo, lo que me gustaría que me hicieran a mí,
a mi pueblo (Cf. Mt 7,12).
El Papa también nos hace patente que la paz es un don de Dios, no en
sentido mágico, sino porque Él, con su Espíritu, puede imprimir estas actitudes
en nuestros corazones y en nuestra carne, y hacer de nosotros verdaderos
instrumentos de su paz. La paz es un don de Dios porque es fruto de su
reconciliación con nosotros. Sólo si se deja reconciliar con Dios, el hombre
puede llegar a ser constructor de paz.
Queridos hermanos y hermanas, hoy pedimos juntos al Señor, por la
intercesión de la Virgen María, la gracia de tener un corazón sencillo, la
gracia de la paciencia, la gracia de luchar y trabajar por la justicia, de ser
misericordiosos, de construir la paz, de sembrar la paz y no guerra y
discordia. Este es el camino que nos hace felices, que nos hace
bienaventurados. Ojalá que podamos todos sentirnos llamados a ser “Artesanos de
la Paz”.
María Santísima nos lo ha traído a
nuestra tierra, a través del rostro amable de una Virgen Madre, con las palabras
dulces de quien ha querido curar nuestras “miserias,
penas y dolores” (Cfr. Nican Mopohua,
n. 32). Ella ha sido, y continúa siendo, bálsamo para nuestras heridas y
aliento en nuestro camino. Hoy aquí, en el Tepeyac, queremos pedirte, Madre
Nuestra, que con tu presencia sigas curando el dolor de tus hijos, las heridas
de este pueblo; ayúdanos a impulsar nuestros centros de escucha, y a dar
atención esmerada, cuidadosa, cariñosa y atenta a las víctimas de la violencia.
Que sigas alentando el camino de la esperanza, que continúes animando nuestra
lucha a favor del bien, que no nos abandones en el largo, pero prometedor
camino de la construcción de la paz.
Queremos aprender de ti, Madre, a
acercarnos a quienes sufren; queremos, como tú, tener entrañas de misericordia
para con los necesitados; que actuemos realmente y vayamos a su encuentro, que
nuestra presencia y nuestra palabra ayuden a los hermanos envueltos en la
aflicción a recuperar la dignidad, la esperanza y la paz.
Constructores
de la paz y del perdón, constructores de la misericordia divina, constructores
de una nueva sociedad, verdaderos “discípulos
y misioneros” de Cristo, Tu Hijo, el Misionero del Padre; queremos que
ése sea el fruto de nuestra peregrinación. No sólo encontrar el propio
descanso de nuestras almas, sino también hallar en ti, en tu amor maternal, la
fuerza para ir a cumplir esta misión.
Construir la paz, con cada gesto,
actitud, palabra y acción. Manifestar la misericordia de Dios, hacer evidente
su gracia y su amor. No desfallecer en nuestra misión de ser “perfectos” como nuestro Padre Celestial
lo es (Cfr. Mt 5, 45); Él que hace
salir el sol sobre los buenos y pecadores, y regala su lluvia sobre los justos
y los injustos (Cfr. Mt 5, 48).
También nosotros queremos, y te pedimos Madre que con tu intercesión nos
ayudes, ser ese sol de esperanza para todos y esa lluvia de bondad y de amor
para quienes nos rodean.
Deseamos llevarnos de esta visita a tu Basílica,
grabados en nuestros corazones, tu mirada tierna y tu palabra dulce, tu mensaje
reconciliador y fraternal, para que sean aliento en nuestra vida cristiana.
Queremos regresar a nuestros hogares y comunidades como mensajeros de la
misericordia divina. Nos comprometemos delante de ti a ser un pueblo que pide,
busca y construye la paz.
¡Que a gusto se está aquí, frente a ti
y a tu imagen, plagada de símbolos de armonía y de paz!; pero sabemos que
debemos partir y volver a la vida y a las actividades cotidianas. Nos vamos,
Madre, reconfortados y alentados en nuestro compromiso de vivir según el
Evangelio de tu Hijo. Queremos compartir, a todos los hombres y mujeres de
nuestras vidas, la alegría de creer. Creer, con todas nuestras fuerzas, en el
bien, en la verdad, en la justicia y en el amor. Creer en el único Dios vivo y
verdadero, que nos conduce a la paz. ¡Regálanos Madre, te lo pedimos, tu
intercesión eficaz, para que todos los aquí presentes construyamos la paz! ¡Que
en nuestro país y en nuestro Estado de Guerrero podamos vivir reconciliados y
en paz! Acércate, Madre, a quienes actúan el mal y que el rostro de la
misericordia de Dios brille delante de ellos, para que alcancen el perdón
divino y experimenten una auténtica conversión.
Que tu mirada maternal esté siempre
puesta sobre nuestras personas y nuestras vidas y que tu Santísimo Hijo,
Cristo, el Señor, el Príncipe de la Paz (Cf. Is 9,5), nos regale el don de su
presencia y de su paz. Así sea.
+ Carlos
Garfias Merlos
Arzobispo
de Acapulco
No hay comentarios:
Publicar un comentario