LA MIRA ¡MIRALA! LA EPOPEYA CARISMATICA DE LAS CUEVAS DEL PADRE HERMANN
TERCERA ETAPA – 1972 - 1973
EL
SEMBRADOR LLEGA A SU TIERRA PREDESTINADA: ACAPULCO.
“Nuestra
única protección es la diplomacia abierta. Dejen que la luz blanca de la
publicidad sirva a la historia y que todo el mundo se mantenga honesto.
Acogida fraterna de los Pasionistas y
de Monseñor Quezada.
Llegué
a Acapulco en la tarde del 7 de octubre. Recuerdo bien la fecha porque, en el
autobús, pensaba en la fiesta de N. S. del Rosario y pedía su protección. En
Acapulco, me fui directamente con los Padres Pasionistas al pie de la Cuesta.
El Padre Miguel me recibió con a un hermano que hubiera
conocido años antes y, en dos o tres horas, me enteré de la vida del pueblo
acapulqueño, en lo económico y pastoral, de un pueblo que él amaba y por el
cual daba su tiempo y su corazón.
Los Padres Pasionistas me ofrecieron trabajo con ellos y me
dieron un cuarto. El 8 sin tardar, me llevaron a ver al Señor Quezada para que
él aceptara que me integrara a la Comunidad de los Pasionistas. “No. Lo mando a
usted a San Cristóbal. Su venida es providencial. El párroco está en
tratamiento en México”. El domingo 10, celebré cuatro misas por primera vez en
mi vida y di la homilía en las 7 misas.
El
lunes 11, el padre Miguel me llevó a conocer La Mira y proféticamente me dijo:
“Este lugar está reservado desde hace años. Tómalo como centro de tu apostolado
en favor de la gente abandonada”. La noche del 11 al 12 de octubre no pude
dormir. Reflexioné mucho. Mi ideal era ser misionero itinerante de las colonias
pobres y me veía encadenado como párroco.
Subí a La Mira y dije a la gente que me iba a venir a vivir
con ellos. Comuniqué mi ilusión a Monseñor Quezada. Él se enojó: “¿usted nos
quiere ayudar? Entonces regrese a San Cristóbal por favor y no quiero recibir
más quejas contra usted”. Eso yo no lo podía sospechar: tanto en Canadá como en Bolivia
no cualquiera tenía acceso al Obispo. Pero en Acapulco me di cuenta de que todo
era muy diferente.
Las travesuras de un párroco interino.
En
vez de deprimirme, tomé el lado humorístico de las cosas y pensé: buscan quejas
y chismes, yo mismo se las voy a hacer para abonarlos en cuenta.
Por
ejemplo, dejé de: confesar en el cajón y me sentaba en la primera banca, seguro
de ahuyentar así a las escrupulosas que exigían la rejilla. La primera vez oí
una reflexión muy expresiva: este padre no se sienta a confesar. Tuve una
inspiración: recibí de pié a las personas de quienes yo podía adivinar que venían
nomás a ocupar al padre. Me decían: “No tengo nada que decir, pero me da tanto consuelo
reconciliarme con usted”. Contestaba yo: “A usted le da consuelo pero a mí no
tanto, con siete homilías, los bautismos y las encuestas matrimoniales y las
entrevistas y las quinceañeras y los niños espantados”. No había diáconos en
ese tiempo. Entonces yo recibía de pie a estas ancianas y antes que hablaran
les hacía la señal de la cruz en la frente diciendo: “Usted señora es más santa
que yo, váyase en paz”.
Para dar la paz yo bajaba hacia el
pueblo y no negaba un beso de paz a los jóvenes.
Yo confesaba
individualmente hasta donde se podía y al ver a tantas personas deseosas de la
reconciliación, las preparaba con un examen colectivo.
Monseñor
Quezada apuntaba todas las quejas en un papelito y de vez en cuando me llamaba
para que yo enmendara mi conducta. Puedo certificar que las quejas eran
auténticas y Monseñor me repetía exactamente lo que la secretaria le babia
dicho que yo había dicho y hecho. Doy testimonio que Monseñor Quezada no inventaba
acusaciones falsas (como más tarde se le ocurría a otros tantas veces).
Con todo, comparecer delante del jefe y escuchar más de ocho
recriminaciones, confieso que la emoción se me subía y lloraba. Paternalmente
Monseñor me perdonaba y me invitaba a componerme. Yo le prometía sinceramente
en su oficina. Pero en San Cristóbal, en pleno bullicio de las actividades, era
imposible cumplir y para salir de los problemas invocaba una virtud poco
conocida, epiqueya, que consiste en que uno, confrontando situaciones
inextricables, hace lo posible.
Una vez, teniendo en casa a un Oblato de Chile, el hermano
Camilo, Monseñor Quezada me hace comparecer a su oficina, “Ven, Camilo, dije,
quiero que conozcas a mi Obispo”.
En
otra circunstancia, me acompañó el padre Jaime Gagnon, misionero en Bolivia.
Yo
pienso que estos hechos nos enseñan una verdad iluminadora para nuestra conducta,
a nosotros los sacerdotes como a los laicos. Es esta: el sentido del humor
puede evitar pleitos familiares, luchas de capillas y conflagraciones entre
naciones. A muchos el sentido del humor los libera del fanatismo, de la envidia
y del odio. Nos tomamos serio. Hay que reírse de uno mismo.
Mi
primer cumpleaños en Acapulco.
El
24 de Noviembre de 1971, un miércoles celebraba en San Cristóbal mi primer
cumpleaños en Acapulco. Edith, "La Chata” cursillista, invitó a todo mundo.
El inmenso templo de San Cristóbal casi se llenó por la noche para festejar al
párroco interino. Conocí bien a los muchachos del coro de Edith y me sentía en
confianza para revelar a los asistentes mis inquietudes pastorales y mis sueños
apostólicos. Dije: “Quiero hacerles participar de mi inquietud acerca de la
evangelización en Acapulco. Ayer fui a visitar al párroco de Coyuca de Benítez,
enfermo. De los 40, 000 católicos de su parroquia, 300 asisten a misa los
domingos. Muchos de los novios que se casan, hacen al mismo tiempo la Primera
Comunión”, Coyuca es una muestra de la situación real de la vida cristiana en
nuestras ciudades y pueblos.
“Se
debe declarar el estado de emergencia y promover métodos pastorales nuevos, los
de San Pablo: crear constelaciones de núcleos bíblicos y de pequeñas
comunidades cristianas que van a contagiar el ambiente. Para eso, contar con la
juventud. Escribe Bernanos: Cuando la juventud se enfría, el mundo entero se
pone a titiritar. De las pandillas de viciosos, haremos pandillas de fe y amor.
Dijo Jesús: Yo vine a prender fuego y cómo desearía que ya estuviera ardiendo”.
De incendiarios necesitamos, llenos de poder del Espíritu Santo. Envía, Señor,
tu Espíritu y repuebla la faz de la tierra.
He
aquí, como conclusión, las cualidades que espero encontrar en los jóvenes:
alegría, inteligencia, optimismo, valentía, audacia, orgullosos de su fe,
entregados a Cristo y a los demás, revolucionarios y movidos por el Espíritu
Santo”.
El párroco de San Cristóbal.
El
Padre Jesús Jiménez, enfermo por un exceso de trabajo, recibía su tratamiento
en la Capital. Le llegaban a menudo noticias de Acapulco.
Llegó
de prisa el 12 de Diciembre por la tarde, un poco alterado, y me pidió que dejara la parroquia.
Fue un regalo de la Virgen de Guadalupe mi liberación de ser
párroco y le agradecía mucho a ella. En verdad, a pesar de
mis errores, me entregué sinceramente a la comunidad de San Cristóbal y ella
respondía magníficamente, a tal punto que me encariñé con ella y al salir con
mi maleta no dije adiós sino hasta luego.
¿Pero a dónde ir? Llamé por teléfono a Monseñor Quezada. Me contestó: “Usted quería ir a La Mira: ¡Váyase allá!”. En La Mira no había dónde
hospedarme.
Forzado a contactos enriquecedores.
Por haber participado en una Jornada en Balcones al Mar,
conocí a la Comunidad de las Capuchinas. Al saber de mi apuro me ofrecieron la
hospitalidad con espontaneidad y alegría, del 12 al 20 de diciembre.
Después
las Franciscanas del Colegio Zumárraga me pidieron que me quedara con ellas
deseosas de tener la Misa diaria en su capilla, durante las vacaciones de
Navidad y del Año Nuevo. Con ellas conocí esta costumbre bendita de las
posadas. Era pura devoción, vivencia exacta de lo que vivió María en Belén, y
lo que me tocaba vivir a mí también.
Por
eso, cuando los Cursillistas me invitaron a su posada en la Casa de la
Cristiandad, acepté con gusto.
Miguel
Bugarini, a su turno, me ofreció la hospitalidad en Enero. Estando
completamente libre, dedicaba muchas horas a la búsqueda de una colonia que
respondiera mejor a mis sueños de vivir entre los marginados.
Ya
conocía La Mira, pero quería visitar unas colonias más para hacer una mejor
elección.
Monseñor
Juvenal Porcayo me ofreció una porción de su parroquia; la
colonia Hermenegildo Galeana, en el cerro detrás de Costa Azul. Muchas veces
subí allá y estaba a punto de decidirme a vivir allá, cuando los jefes de los
paracaidistas fueron atacados y maltratados. A partir de ese momento, la gente
se mostró recelosa , sospechaba que
yo pudiera ser un espía.
En
tales circunstancias, yo vi que no convenía seguir es esta dirección y pensé
que en La Mira podría establecer mi pequeña residencia.
Misionero en Los Bajos, El Conchero y El embarcadero.
El
padre Miguel no me perdía de vista y se acercaba la cuaresma. Necesitaba ayuda
para numerosas colonias y pueblos; me vino a buscar a la casa de Bugarini. Me
dio un cuarto en la residencia de los pasionistas del Pie de la Cuesta y me
proporcionó un safari. Me responsabilizó de tres pueblos: El Conchero, Los
Bajos y El embarcadero.
Estos
dos meses pasados en la compañía de los Pasionistas me enriquecieron mucho.
Sobre todo la experiencia y la entrega total del padre Miguel me impresionaron.
Otra ventaja: yo seguía asesorando las Jornadas que se realizaban a veces en
Las Cuevas de Balcones al Mar y en el Guajardo, a veces en el Leopoldo Díaz
Escudero y en el Zumárraga. Esos contactos con los jóvenes me preparaban
directamente a lo que iba a ser mi misión principal. Durante tres o cuatro
años, participé fielmente como asesor espiritual de la Jornada. Conozco a
verdaderos apóstoles entre los muchachos y las muchachas de la Jornada.
Los
Cursillistas también me invitaban a la Ultreya. Yo había hecho mi Cursillo en
Bolivia en 1960. Casi todos los lunes asistía a la Ultreya, confesando y
celebrando la Misa. Rápidamente me hice amigo del padre Rodrigo y de los
principales líderes: Pedro Kuri, Humberto Reyes, Miguel Bugarini, Jorge Prado y
otros más.
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