viernes, 19 de junio de 2015

17 DE JUNIO DE 2015 HOMILIA DEL ARZOBISPO DE ACAPULCO EN LA PEREGRINACION ANUAL DE LA ARQUIDIOCESIS A LA BASILICA DE GUADALUPE



 
HOMILIA DEL EXCELENTISIMO Y REVERENDISIMO SEÑOR ARZOBISPO DE ACAPULCO MONSEÑOR CARLOS GARFIAS MERLOS PARA LA PEREGRINACIÓN ANUAL DE LA ARQUIDIOCESIS DE ACAPULCO
A LA INSIGNE Y NACIONAL
BASÍLICA DE GUADALUPE

17 de junio de 2015

HOMILÍA

Queridos hermanos sacerdotes, religiosos (as) y consagrados, queridos hermanos laicos:

         Les saludo a todos con mucho cariño y profundo afecto en Cristo, el Señor, el Hijo del “verdaderísimo Dios por quien se vive (Ipalnemohuani)” (Cfr. Nican Mopohua, n. 26)

         Es motivo de gran alegría y profunda esperanza el vernos aquí congregados, en esta Insigne y Nacional Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de México y Latinoamérica; porque hoy nos ha hecho peregrinar hasta este lugar santo nuestra fe en el Dios único y verdadero, en el Dios “Creador de las Personas (Teyocoyani)”, en el “Dueño del estar junto a todo y del abarcarlo todo (Tloque Nahuaque)” y en el “Señor del Cielo y de la Tierra (Ilhuicahua Tlaltipaque)” (Cfr. Nican Mopohua, n. 26), en el Dios de Jesucristo, cuya Santísima Madre es, también, Nuestra Madre.
         Cada año, hemos recorrido los caminos del sur, hasta llegar a este valle del Anáhuac, para visitar, con un corazón colmado de gratitud y amor, a María, la Santísima Virgen de Guadalupe. Son muchos los sentimientos y emociones que se albergan en nuestros corazones: alegrías, gozos, ilusiones y sueños, junto a penas, aflicciones, dolores, sufrimientos, llantos, preocupaciones y desesperanzas. Todas las experiencias vividas. Tantas cosas han pasado desde que, hace un año, estuvimos, en este mismo lugar, frente a esta milagrosa imagen, hablándole a María, la Virgen Madre, Madre de nuestras vidas, familias y comunidades.


         Muchas pruebas y tribulaciones hemos atravesado, quienes habitamos en el sur de nuestro país; sin embargo, en todas ellas no hemos estado solos, Nuestra Madre del Cielo nos ha acompañado, consolado, fortalecido con su intercesión y, ciertamente, nos ha escuchado. Por eso, hoy venimos nuevamente a darle gracias y a reconocer su auxilio y protección maternales.

         La alegría que inundó a Santa Isabel y a San Juan Bautista, quien se gestaba ya en su vientre, es la misma que nos invade en este día. “¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a verme?” (Lc 1, 43), se preguntaba la madre del Precursor. También nosotros, atónitos ante el milagro del Tepeyac, podemos hacernos la misma pregunta. ¿De qué privilegio gozamos? ¿Qué méritos tenemos? ¿Por qué esta muestra tan especial de afecto de parte de la Virgen María, Nuestra Señora de Guadalupe, hacia nosotros?

         La respuesta, tal vez, podamos encontrarla en las bienaventuranzas: “Dichosos los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5, 4). Es verdad que no es parte del plan divino ni de su voluntad que el hombre sufra o muera. La rebeldía a Dios, el pecado y el mal que germina y crece en nuestros corazones son la verdadera causa del sufrimiento y de la muerte. A pesar de ello, Dios se ha compadecido de nosotros y nos da el consuelo. De suerte que, el consuelo se convierte en la expresión más patente su misericordia y nos conduce a la paz.

         María Santísima, fiel discípula de Jesús, el Señor, también recorre las sendas de la misericordia y se manifiesta a sus hermanos e hijos, para mostrarles su cariño, ternura y amor.

         La Virgen de Guadalupe es, en efecto, una manifestación del rostro de la misericordia divina. El pueblo que sufría el derrumbamiento de su mundo y la humillación, quienes lo habían perdido todo y se encontraban confundidos, envueltos en el dolor y la desolación, se vieron, de pronto, visitados por la “perfecta siempre Virgen Santa María” (Cfr. Nican Mopohua, n. 26), comprendidos, acompañados y consolados por Ella, quien se presentó y se manifestó, desde entonces, como verdadera madre.

         Hoy también nosotros atravesamos una situación que nos hiere, una realidad que nos confunde y nos lastima; nos encontramos entristecidos por quienes han sido víctimas de la violencia, sorprendidos por la fuerza del mal y del pecado, a un punto tentados a claudicar y perder la esperanza; a pesar de ello, reconocemos la presencia maternal de María que nos trae al Salvador y con él todo bien y el don de la paz.

Después de los resultados de las elecciones, ante los conflictos sociales que seguimos viviendo en Acapulco, después del huracán Carlos, y de las situaciones de fenómenos naturales que siguen amenazándonos, retomamos la esperanza. Queremos vernos alentados por tu presencia maternal en nuestro peregrinar.


Recordemos al Papa Francisco que nos invita a ser “Artesanos de la Paz”; el Papa nos dice: también en nuestro tiempo, el deseo de paz y el compromiso por construirla contrasta con el hecho de que en el mundo existen numerosos conflictos armados y de toda índole. Es una especie de tercera guerra mundial “combatida” por partes; y, en el contexto de la comunicación global, se percibe un clima de guerra.

Hay quien este clima lo quiere crear y fomentar deliberadamente, en particular los que buscan la confrontación entre las distintas culturas y civilizaciones, y también cuantos especulan con las guerras para vender armas. Pero la guerra significa niños, mujeres y ancianos en campos de refugiados; significa desplazamientos forzados; significa casas, calles, fábricas destruidas; significa, sobretodo, vidas truncadas.

Nosotros podemos entender estas palabras del Papa en la realidad que vivimos. Tenemos víctimas de la violencia, tenemos desapariciones forzadas, tenemos injusticias evidentes, tenemos pobreza extrema, y podemos escuchar lo que el Papa nos dice: Ustedes lo saben bien por haberlo experimentado, cuánto sufrimiento, cuánta destrucción, cuánto dolor. Por eso, el Papa invita para que el grito del pueblo sea “¡Nunca más guerra!”. Que nosotros podamos decir “¡Nunca más víctimas de la violencia, nunca más injusticia, nunca más agresión y desconfianza entre las personas!”.
Por eso, hoy quiero recordar estas palabras del Papa que nos dice: “Bienaventurados los constructores de paz” (Mt 5,9), una llamada siempre actual que vale para todas las generaciones. La palabra de Dios no dice “Bienaventurados los predicadores de paz”, pues todos son capaces de proclamarla, incluso de forma hipócrita o aun engañosa. No.


El evangelio nos dice: “Bienaventurados los constructores de paz”, es decir, los que la hacen. Hacer la paz es un trabajo artesanal: requiere pasión, paciencia, experiencia, tesón. Bienaventurados quienes siembran paz con sus acciones cotidianas, con actitudes y gestos de servicio, de fraternidad, de diálogo, de misericordia… estos, sí, “serán llamados hijos de Dios”, porque Dios siembra paz, siempre, en todas partes; en la plenitud de los tiempos ha sembrado en el mundo a su Hijo para que tuviésemos paz. Hacer la paz es un trabajo que se realiza cada día, paso a paso, sin cansarse jamás.

Y ¿cómo se hace, cómo se construye la paz? Nos lo ha recordado de forma esencial el profeta Isaías: “La obra de la justicia será la paz” (32,17).

La paz es obra de la justicia. Tampoco aquí se trata de una justicia declamada, teorizada, planificada… sino una justicia practicada, vivida. Y el Nuevo Testamento nos enseña que el pleno cumplimiento de la justicia es amar al prójimo como a sí mismo (Cf. Mt 22,39; Rm 13,9).

Cuando nosotros seguimos, con la gracia de Dios, este mandamiento, ¡cómo cambian las cosas! ¡Porque cambiamos nosotros! Esa persona, ese pueblo, que vemos como enemigo, en realidad tiene mi mismo rostro, mi mismo corazón, mi misma alma. Tenemos el mismo Padre en el cielo. Entonces, la verdadera justicia es hacer a esa persona, a ese pueblo, lo que me gustaría que me hicieran a mí, a mi pueblo (Cf. Mt 7,12).


El Papa también nos hace patente que la paz es un don de Dios, no en sentido mágico, sino porque Él, con su Espíritu, puede imprimir estas actitudes en nuestros corazones y en nuestra carne, y hacer de nosotros verdaderos instrumentos de su paz. La paz es un don de Dios porque es fruto de su reconciliación con nosotros. Sólo si se deja reconciliar con Dios, el hombre puede llegar a ser constructor de paz.

Queridos hermanos y hermanas, hoy pedimos juntos al Señor, por la intercesión de la Virgen María, la gracia de tener un corazón sencillo, la gracia de la paciencia, la gracia de luchar y trabajar por la justicia, de ser misericordiosos, de construir la paz, de sembrar la paz y no guerra y discordia. Este es el camino que nos hace felices, que nos hace bienaventurados. Ojalá que podamos todos sentirnos llamados a ser “Artesanos de la Paz”.  

         María Santísima nos lo ha traído a nuestra tierra, a través del rostro amable de una Virgen Madre, con las palabras dulces de quien ha querido curar nuestras “miserias, penas y dolores” (Cfr. Nican Mopohua, n. 32). Ella ha sido, y continúa siendo, bálsamo para nuestras heridas y aliento en nuestro camino. Hoy aquí, en el Tepeyac, queremos pedirte, Madre Nuestra, que con tu presencia sigas curando el dolor de tus hijos, las heridas de este pueblo; ayúdanos a impulsar nuestros centros de escucha, y a dar atención esmerada, cuidadosa, cariñosa y atenta a las víctimas de la violencia. Que sigas alentando el camino de la esperanza, que continúes animando nuestra lucha a favor del bien, que no nos abandones en el largo, pero prometedor camino de la construcción de la paz.

         Queremos aprender de ti, Madre, a acercarnos a quienes sufren; queremos, como tú, tener entrañas de misericordia para con los necesitados; que actuemos realmente y vayamos a su encuentro, que nuestra presencia y nuestra palabra ayuden a los hermanos envueltos en la aflicción a recuperar la dignidad, la esperanza y la paz.

         Constructores de la paz y del perdón, constructores de la misericordia divina, constructores de una nueva sociedad, verdaderos “discípulos y misioneros” de Cristo, Tu Hijo, el Misionero del Padre; queremos que ése sea el fruto de nuestra peregrinación. No sólo encontrar el propio descanso de nuestras almas, sino también hallar en ti, en tu amor maternal, la fuerza para ir a cumplir esta misión.

         Construir la paz, con cada gesto, actitud, palabra y acción. Manifestar la misericordia de Dios, hacer evidente su gracia y su amor. No desfallecer en nuestra misión de ser “perfectos” como nuestro Padre Celestial lo es (Cfr. Mt 5, 45); Él que hace salir el sol sobre los buenos y pecadores, y regala su lluvia sobre los justos y los injustos (Cfr. Mt 5, 48). También nosotros queremos, y te pedimos Madre que con tu intercesión nos ayudes, ser ese sol de esperanza para todos y esa lluvia de bondad y de amor para quienes nos rodean.

         Deseamos llevarnos de esta visita a tu Basílica, grabados en nuestros corazones, tu mirada tierna y tu palabra dulce, tu mensaje reconciliador y fraternal, para que sean aliento en nuestra vida cristiana. Queremos regresar a nuestros hogares y comunidades como mensajeros de la misericordia divina. Nos comprometemos delante de ti a ser un pueblo que pide, busca y construye la paz.

         ¡Que a gusto se está aquí, frente a ti y a tu imagen, plagada de símbolos de armonía y de paz!; pero sabemos que debemos partir y volver a la vida y a las actividades cotidianas. Nos vamos, Madre, reconfortados y alentados en nuestro compromiso de vivir según el Evangelio de tu Hijo. Queremos compartir, a todos los hombres y mujeres de nuestras vidas, la alegría de creer. Creer, con todas nuestras fuerzas, en el bien, en la verdad, en la justicia y en el amor. Creer en el único Dios vivo y verdadero, que nos conduce a la paz. ¡Regálanos Madre, te lo pedimos, tu intercesión eficaz, para que todos los aquí presentes construyamos la paz! ¡Que en nuestro país y en nuestro Estado de Guerrero podamos vivir reconciliados y en paz! Acércate, Madre, a quienes actúan el mal y que el rostro de la misericordia de Dios brille delante de ellos, para que alcancen el perdón divino y experimenten una auténtica conversión.

         Que tu mirada maternal esté siempre puesta sobre nuestras personas y nuestras vidas y que tu Santísimo Hijo, Cristo, el Señor, el Príncipe de la Paz (Cf. Is 9,5), nos regale el don de su presencia y de su paz. Así sea.




+ Carlos Garfias Merlos
  Arzobispo de Acapulco   


No hay comentarios:

Publicar un comentario