Homilía
Insigne Basílica de Guadalupe
28 de Abril de 2011
Mons. Carlos Garfias Merlos
Arzobispo de Acapulco
«Así está escrito que el Cristo padeciera
y resucitara de entre los muertos al tercer día»
Muy estimados hermanos Sacerdotes,
Queridos hermanos y hermanas:
1. «Él se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz con ustedes» Lc 24,26
Dentro de los relatos de resurrección que nos trasmite el evangelio según san Lucas, Jesús hace por vez primera su aparición como Resucitado al grupo de los once. Es impresionante el solo pensar que las primeras palabras que Jesús dirige a los suyos, a los escogidos por Él, sean: “La paz con ustedes”. No fueron un reproche, ni menos un reclamo, ni una descalificación por la actitud de abandono tomada por los apóstoles ante la pasión y la muerte de Jesús. Sus primeras palabras son: “La paz con ustedes”.
Sin duda alguna, cualquiera de nosotros que tenga la sensibilidad necesaria, podrá una vez más captar que hoy, en esta Eucaristía, se repetirán las palabras y los gestos de Jesús nuestro Maestro y Señor resucitado que nos dicen: “La paz con ustedes”.
Hoy venimos juntos como Arquidiócesis de Acapulco, a expresarle a Jesús Resucitado que estamos decididos como los primeros apóstoles y discípulos, a experimentar la paz que Él puede darnos desde su condición de Resucitado, que aquí junto a «Nuestra Santísima Madre, María de Guadalupe», le presentamos nuestros esfuerzos por continuar caminando hacia su Hijo Amado, en comunión y solidaridad, en unidad de lucha y ardor, para seguir descubriendo y practicando su voluntad en nuestra vida como Iglesia particular de la arquidiócesis de Acapulco. Desde el encuentro con María de Guadalupe, protectora nuestra y estrella que nos guía con seguridad hasta su Hijo Resucitado, les saludo: «Que Cristo, nuestra paz, esté con todos ustedes» (cf. Ef 2,4).
Saludo con mucho afecto y cordialidad a todas las personas que se encuentran aquí haciendo su peregrinación para postrarse a los pies de nuestra amada Madre, María de Guadalupe. Quisiera estrechar la mano a cada uno, mirándoles a los ojos y diciéndoles: Gracias por abrir su corazón a Jesús, «camino, verdad y vida» (cf. Jn 14, 6), gracias por encontrarse con María de Guadalupe y a través de ella con Cristo resucitado.
Saludo a los niños y adolescentes, a los jóvenes y ancianos, a los esposos y esposas, a los hombres y mujeres solteros, a los viudos y a las viudas, a los enfermos y a los que sufren en el espíritu y en el cuerpo, de manera muy especial a todos aquellos que carecen de la alegría de vivir. Les saludo a todos ustedes que se esfuerza todos los días por hacer de nuestra ciudad de Acapulco, y de la regiones de la costa chica y de la costa grande, un lugar en donde reine la paz de Jesús Resucitado.
Saludo de manera muy especial a todos los sacerdotes, a las personas consagradas, y a todos los seminaristas, por su entrega a Jesús Resucitado.
A todos, gracias por ser con su presencia la mejor expresión de nuestra Iglesia de Acapulco que vive de la comunión con Jesús Resucitado.
2. «¿Por qué se suscitan dudas en su corazón? Miren mis manos y mis pies, Soy yo mismo. » Lc 24, 38-39
La tristeza, la nostalgia y la melancolía de la pasión y la muerte, se convierten ahora en dudas que se producen en el corazón de los apóstoles, y por supuesto, se presentan como la oportunidad de un encuentro con Cristo vivo para convertirnos en testigos del Resucitado. Esta es la oportunidad para proclamar nuestra verdadera identidad, junto a san Pablo gritar «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20), creyendo que esta identidad nos es dada en nuestro bautismo.
En efecto queridos hijos, ser bautizados en el «Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19), es permitirle la entrada al Señor Resucitado a la vida de cada uno por la puerta del corazón. Es vivir la vida de comunión del Resucitado, que viene y une su vida a la de cada uno, introduciendo en cada cual, la fuerza viva de su amor, a fin de formar la unidad, siendo uno en Él y de este modo siendo uno entre nosotros, de tal manera que podamos experimentar la paz que procede de Dios.
Vivir nuestra identidad de bautizados es vivir nuestro proyecto de renovación pastoral, a través de la puesta en práctica del v plan diocesano de pastoral. Lo que significa que en realidad, las personas bautizadas y creyentes nunca son extrañas las unas para las otras. Pueden separarnos estructuras sociales, culturales, temporales e incluso históricas, pero cuando nos encontramos, nos conocemos en el mismo Señor, en la misma fe, en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos conforman y nos dan identidad, y nos proporcionan la fuerza necesaria para transformar aquello que nos oprime y acortar la distancia que nos separa.
Así, experimentamos que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados en la misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores, por más grandes que sean, resultan secundarias. Estamos en comunión a causa de nuestra identidad más profunda: «Cristo en nosotros y nosotros en Él. Somos Hijos en el Hijo». Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación en el mundo; es la prueba de que la lejanía ha sido superada y es testimonio de que «estamos unidos en el Señor» (cf. Ef 2,13).
Es ésta identidad de ser Hijos de Dios, la que nos capacita para escuchar el mandato del Resucitado, “Miren mis manos y mis pies”. Soy yo mismo. Ser testigo es ser luz que vive la radicalidad del amor en el corazón de Dios y en el corazón de los hombres que se han entrelazado en Jesucristo. Es vivir la luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser de cada hombre y cada mujer y permite comprender quiénes somos y para qué existimos.
Ser bautizados significa que la luz del Resucitado nos ha penetrado a lo más íntimo de nosotros mismos, por ello, con justa razón podemos llamarnos testigos del Resucitado. En efecto, nuestra presencia aquí es la mejor expresión de que no queremos dejar que Jesús se aparte de nuestro lado, aun más, queremos que Jesús continúe caminando junto a nosotros y nos indique el camino.
Por eso, tocar las manos y los pies del Señor y hacer la experiencia de que Él Es, de que Él está a nuestro lado, es renunciar por siempre a la comodidad, a la monotonía, a la mediocridad, a la vida sin sentido, a la mentira del individualismo, al egoísmo y al desamor, a la falta de compromiso, al odio y al rencor, a la violencia que destruye y produce muerte.
Convertirnos en testigos del Señor Resucitado tiene como preludio el habernos encontrado con Él, o sea, haber tocado sus manos, sus pies, o haber aprendido que Él es el Hijo de Dios, y por tanto, es tener como principio vital que Dios es principio y fundamento de nuestra existencia, y nos conduce en su amor a la vivencia de la vida en plenitud. Y desde ella vivimos la experiencia de ser Iglesia de Acapulco que día a día se convierte en una sola familia que en unidad camina hacia la resurrección y la vida eterna.
Lo he dicho en días pasado y lo seguiremos profundizando en la cincuentena pascual: ¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo está vivo!, hoy se une el mandato de ¡tocar sus manos y sus pies! Para saber que Él, a fin de que resuene nuevamente la oportunidad de transformación y de esperanza para nuestra Iglesia, para nuestra sociedad y para nuestro mundo. Sólo en Jesús Resucitado podemos hacer la transformación por el amor y el compromiso por la paz como fruto de un encuentro con Él. Si Dios está vivo, el hombre vive y es capaz de lograr todas las transformaciones a través de la amabilidad, el respeto, el diálogo, y la escucha, manifestando nuestro ser de Discípulos y Misioneros de Jesucristo.
3. Ustedes son testigos de estas cosas (Lc 24,48)
Hoy se abre el espacio para que todos nosotros cristianos que peregrinamos en la arquidiócesis de Acapulco, en medio de la oscuridad que parece cómoda para el mundo e incluso en muchas ocasiones para nosotros mismos, reafirmemos con palabras y con hechos, con pensamientos y sentimientos, con actitudes y compromisos lo que significa creer que somos Discípulos y Misioneros de Jesucristo para que el mundo tenga vida.
Hoy nos toca a nosotros decir con nuestra existencia lo que significa optar por la vida y de esta manera vivir construyendo día a día «vida eterna de Dios en nosotros». Nos toca poner en práctica la enseñanza de Jesús, nuestro amado Señor Resucitado.
Nos toca enseñar a otros que vivir es entrar en comunión profunda con todos los hombres, que vivir es tener capacidad para leer, entender e interpretar sin condenaciones la propia historia, es amar, darse y dignificarse, es encontrar el sentido de la vida y la alegría que rompe la soledad y el egoísmo. Nos toca enseñar que el amor es la manifestación de Dios mismo, que el amor es la energía transformadora de toda persona y de toda sociedad. Y en este amor encontrar el sentido más profundo de la vida humana. Nos toca ser testigos de que el amor es un compromiso de vida que requiere donación personal, que jamás tranquiliza egoístamente la conciencia o deja indiferente el corazón, sino al contrario, crea en la persona un sentido de trascendencia que transforma al hombre en una persona generosa, fraterna, libre, auténtica, consciente y responsable de saberse llena de Dios.
Nos toca enseñar a nosotros, cristianos católicos, que creer en Jesús significa vivir el amor como vocación humana, que lleva a las personas a encontrarse y relacionarse entre sí como hermanos, y que ello implica vivir la solidaridad, que no es un sentimiento superficial frente a los problemas, tristezas, injusticas y exclusiones de los seres humanos, sino la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos.
La solidaridad que proclamamos los cristianos está muy lejos del enarbolamiento de una bandera que dice luchar de manera populista por los pobres. Nuestra solidaridad parte de ver al otro como persona y no como un instrumento cualquiera para conseguir fines egoístas, abandonándola cuando ya no sirve. Nuestra solidaridad tiene que fundamentarse en ver al otro como nuestro semejante, como el hermano que necesita la ayuda para participar del banquete de la vida.
Hoy nos toca escuchar al Señor resucitado que nos dice: «Ustedes son mis testigos», en nosotros se apoya para que enseñemos que es posible crear el nacimiento de una sociedad nueva fundada en el compartir, en la vida comunitaria, en la sensibilidad ante el dolor y la desesperanza de los más necesitados, que supere aislamientos, egoísmos e indiferencias y haga visible el llamado de Dios a vivir auténticamente como hermanos e hijos de un mismo Dios y Padre de todos, que buscamos transformar la historia para construir la Iglesia que vive en la común unión de la paz, de la justicia y la libertad, del dialogo, de la participación, de la aceptación, de la verdad y del amor.
Por último, pidamos a Dios nos permita a cada uno de los que conformamos ésta gran Arquidiócesis de Acapulco, trabajar con esperanza para alcanzar la plenitud madura de nuestras vidas en la paz del Señor Resucitado. Pido al Espíritu Santo fecunde nuestras vidas como Iglesia arquidiocesana, y nos permita dar el testimonio coherente que nos lleve a dar testimonio de Jesucristo el Señor de la vida en la transformación nuestra realidad.
María Santísima de Guadalupe nos acompañe en este empeño de renovarnos como personas y comunidad de fe en Cristo resucitado. Nos proteja con su intercesión amorosa y nos siga mostrando el rostro materno de Dios, rostro de ternura y amor, de perdón y comunión, de entrega total al proyecto de Dios. Madre Santísima protégenos, tus hijos pequeños y amados te lo imploramos. Así sea.
+ Carlos Garfias Merlos
Arzobispo de Acapulco
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