RAFAEL BELLO RUIZ, PADRE, PASTOR Y MAESTRO.
Pbro. Lic. Juan Carlos Flores Rivas.
La Iglesia Católica ha reconocido, siempre, en sus obispos la plenitud de una triple potestad: poder de santificar (sacerdocio); poder de enseñar (magisterio), y poder de gobernar (pastoreo). Y desde esa perspectiva debe ser comprendido el ministerio de nuestro bien recordado Rafael Bello Ruiz.
Plásticamente, la funcionalidad de el CETRO (=bastón) que recibe el día en que es Ordenado un Obispo, bien puede facilitar la comprensión de las funciones de el Obispo. El cetro tiene en su base una punta, se dice, para picar a los morosos, es decir, a aquellos que no desean caminar, o lo hacen con mucha pachorra, los pica para que no se atrasen del caminar comunitario de la Iglesia. El cuerpo del cetro, sirve para golpear (=corregir) a los rijosos, como disciplina que obliga a aquellos que gustan de desobedecer, para que se disciplinen y busquen el bien común, el bien de todos, y no solo su propio bien. Aplicando lo que dice la Escritura: “La vara y la corrección dan sabiduría, el muchacho consentido defraudará a sus padres”. Y por último, en lo alto, el cetro termina con una vírgula, o curvatura, que sirve para detener a aquellos que por exceso de animosidad quieren ir más allá, abandonando a la comunidad; olvidando la divisa: “nada sin el Obispo, todo con él. Pues donde está el Obispo está la Iglesia. Y quien está contra el Obispo está con el demonio”.
El reto que monseñor Bello tuvo enfrente fue enorme: -Acapulco, con su fama de excesos conocida a niveles internacionales. El puerto más hermoso del mundo, un foco de perdición en el que el licor, el desvelo, las mujeres y las francachelas eran la mirada principal de quienes buscaban vacacionar en la Perla del Pacífico. –Guerrero, estos rumbos surianos, pobre y olvidado. De grande abandono social y político le han convertido en un pueblo aguerrido -el bronco Guerrero, le llaman algunos autores- pero no es más que una natural rebeldía, que heredan en los genes a sus descendientes, ante una serie de injusticias concatenadas a lo largo de quinientos años.
Cuando el 29 de junio de 1976, cuarenta y nueve años cumplía, el nuevo Obispo Diocesano Bello Ruiz, que declaraba a don Rafael Castrejón, uno de los más destacados periodistas que ha dado el puerto: “No me ha llenado de alegría; por el contrario, tengo temor de tomar sobre mí, una carga tan llena de responsabilidades”.
Y vaya que sabía a lo que se enfrentaba! La evangelización de casi un millón de personas que se escondían entre las palmeras desde Cuajinicuilapa hasta Petatlán. La promoción de los valores cristianos que configuraran la vida con la fe. La pacificación de su sierra. Y, a todo esto, debía enfrentarse con tan solo cincuenta y ocho sacerdotes, cien religiosas y algunos laicos comprometidos dentro de los cursillistas, el Club Serra, y los movimientos cristianos familiar y juvenil.
Tres puntos fundamentales le inquietaban: mayor atención a la juventud, promoción del laicado adulto y las vocaciones sacerdotales.
-“Sé que voy a sufrir en esta nueva misión que el Papa me ha encomendado”, -decía a Castrejón-, agregando después: “se requiere en Acapulco y en sus costas un sistema nervioso muy equilibrado, además de la fortaleza y la paciencia cristianas”.
Cuando le cuestionaron sobre su plan de trabajo, Monseñor Bello contestó: ...·”desde ahora puedo decir que el programa de mi vida personal se sintetiza en dos palabras: pobreza y caridad. Es decir, conciencia de la radical dependencia del hombre en relación con Dios que se traduce en oración, en sencillez, apertura, sinceridad, deseo constante de renovación y de conversión. Por otra parte, sé que en un pastor lo principal es la comprensión y la estima de los diocesanos; ser entregado al trabajo, tener un corazón sensible, saber entender a todos, e identificarse con ellos. Ser amigo”. Ya lo era. Ya era todo eso que decía se necesitaba para ser un buen pastor. Su entrega pastoral precisamente en las dos costas y la reciprocidad del cariño demostrado por sus feligreses lo confirmaba.
Por su parte, Monseñor Quesada señalaba al propio Castrejón:
-“La Iglesia, como dijo Pío VII, espera una nueva primavera que, a mi parecer, ya se ha iniciado”.
El 29 de junio en la ceremonia de Toma de Posesión como Obispo Residencial, en el entorno de una Misa concelebrada en la Catedral de La Soledad, donde el Delegado Apostólico en México Monseñor Mario Pío Gaspari hizo entrega del Báculo simbólico de su mandato pastoral, ante la presencia del Obispo saliente, Monseñor José Pilar Quesada Valdés, los Obispos de: Chilapa, Don Fidel Cortés Pérez; de Cuernavaca, Don Sergio Mendez Arceo; de Querétaro, Don Alfonso Toriz Cobián; de Ciudad Altamirano, Don Manuel Samaniego; de Tulancingo, Don Esaú Robles Jiménez, sacerdotes, religiosas y cientos de católicos que se apiñaron en el templo junto con su familia.
En su homilía, publicada completa el 8 de agosto en el prestigiado e influyente periódico Vaticano: L’Osservatore Romano, en su edición semanal en lengua española, señaló a su feligresía:
“¿Qué significa que uno de entre ustedes haya sido incorporado al Colegio Episcopal y que ahora reciba en encomienda una porción de la Iglesia?
No otra cosa sino la continuación de aquel gesto que hicieron los apóstoles al agregar a Matías a su grupo. Cristo instituyó un Colegio Apostólico y puso al frente de él a Pedro. El Episcopado, con el Papa a la cabeza, es sucesor de este Colegio. Por eso el Concilio Vaticano II enseña que los Obispos, por institución divina, son sucesores de los apóstoles. Por tanto, quien a ellos escucha a Cristo escucha, y quien a ellos desprecia a Cristo desprecia.
Sin embargo, la iglesia en sus ministros rehuye toda pretensión de poder y ostentación, advirtiendo que el Episcopado es más una carga que un honor; es más un servicio que un poder.
Esta figura del obispo, apóstol y pastor, es la que proyectó sobre la Diócesis de Acapulco el Excmo. Sr. Quesada durante los 17 años de su episcopado, y en esta misma dirección quisiera impulsar mis esfuerzos convirtiendo en un elemento esencial de mi vida la conocida frase de San Agustín: para vosotros soy Obispo, con vosotros soy cristiano.
Por eso, hermanos, les manifiesto que no esperen encontrar en mí un personaje de influencia y poder. Como coterráneo de Ustedes quiero ser colaborador con las autoridades civiles del bien común y no deseo para mi persona y mis colaboradores más facultad que la de poder cumplir con la misión que la Iglesia me ha encomendado: De predicar con libertad el evangelio de Cristo.
Toda la geografía del Estado de Guerrero, pero de modo muy especial la que corresponde a la Diócesis de Acapulco, parece atravesada por una cruz cuyos leños no solamente están formados por los dolores y las carencias de los hombres que aquí habitan, sino también por los dones divinos que la redención de Jesucristo ofrece a los que creen en El.
La Iglesia quiere colaborar para que estos hombres y mujeres que pueblan nuestra sierra y nuestra costa, tengan una vida humana más confortable y grata, pero compatible en todo con los grandes principios que orientan una conciencia cristiana y aseguran la práctica de la fraternidad, de la justicia y de la paz.
Han pasado más de dos años desde que, en la festividad de la Anunciación del Señor, fui ordenado Obispo y ahora, después de la experiencia que me dan la observación y el trato con ustedes, estimo que se presenta ocasión propicia para confiarles mi pensamiento y mis deseos, en relación con lo que ha de constituir nuestro ideal de apostolado.
Tres son las inquietudes pastorales que considero principales para mí, y confío pueden ser primordiales para los sacerdotes, las religiosas y los laicos de esta diócesis.
La primera, es la atención pastoral de la juventud. Las estadísticas muestran que somos una nación de jóvenes y sabemos que próximamente los jóvenes de 18 años irán a las urnas para elegir a nuestros gobernantes. Además, el Papa Paulo VI en su exhortación sobre el Anuncio del Evangelio nos advierte: -Las circunstancias nos invitan a prestar una atención especialísima a los jóvenes, su importancia numérica y su presencia creciente en la sociedad; los problemas que se les plantean deben despertar en nosotros el deseo de ofrecerles con celo e inteligencia el ideal que deben conocer y vivir-.
La segunda inquietud pastoral es la promoción de un laicado adulto, conforme a lo expresado por el Episcopado Mexicano en su Instrucción Pastoral de 1970: -La formación de un laicado adulto es tarea decisiva, común y urgente de la Iglesia de hoy en México. La formación de un laicado adulto pide reformas y adaptaciones no sólo en líneas y métodos de acción de la Iglesia, sino la misma transformación de las relaciones internas y consiguientemente, en las estructuras organizativas.
Finalmente, la tercera inquietud es la preocupación por las vocaciones sacerdotales y religiosas. Nuestro contingente apostólico de tiempo completo es modesto: 58 sacerdotes, 140 religiosas y 8 hermanos, para una población de más de 800 mil habitantes. Pero Cristo nos enseñó a orar con fe e insistencia para que el dueño de la mies envíe los obreros necesarios. Esta promoción, como lo enseña el Decreto Conciliar sobre la formación de los sacerdotes, ha de ser tarea de toda la comunidad diocesana, Sobre todo las familias que, llenas de espíritu de fe, son como el primer seminario, y las parroquias, de cuya vida fecunda participan los mismos adolescentes. Los maestros y directores de las escuelas católicas procuren cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de forma que puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina.
En cuanto a los sacerdotes y religiosas, procuremos un grandísimo celo apostólico por el fomento de las vocaciones y atraigamos el ánimo de los jóvenes hacia el sacerdocio, con una vida laboriosa y alegre. Que la Santísima Virgen de la Soledad, Patrona de esta diócesis, sea como la estrella luminosa que nos guíe en nuestras labores apostólicas”.
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